No sé por qué llegué aquí, unos lo llamaran destino y otros
casualidad. Sin embargo sí sé para qué, vine a dar guerra. Y hasta ahora, estoy
consiguiendo mi objetivo.
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Pasé los primeros años de mi vida limitándome a comer y a
dormir, era lo único que hacía. Yo engordaba, engordaba y engordaba. Era muy
feliz. La pediatra le decía a mi madre que me pusiese a dieta pero nada, era
imposible recortarme sin que montase un espectáculo. Como podéis imaginar, no
he sido normal desde el primer día de mi vida. Pero ¿quién lo es? La gente
normal no debería de existir.

A mis dos años más o menos era una niña con cara redonda, nariz chata y pelo rizado (monísima por cierto) más mala que la tiña. Sinceramente, a día de hoy, sigo dudando sobre cómo me aguantaban mis padres. Ni yo, que me amo, me hubiese aguantado. Sin duda, eso es paciencia. También tengo que admitir que cada vez que me recuerdan alguna de mis trastadas rompo a reír. Tenía mucha clase, todo hay que decirlo.

Y tal y como dicen en La vida es bella: "toda fábula tiene dolor" y, por ello, vinieron mis años malos de los cuales decidí hablar lo menos posible y solo con las personas adecuadas, entre otras razones porque creo que hay momentos a los que es mejor no dar importancia, aunque la tengan. Es la página en blanco de mi historia y así seguirá siendo. Pero como siempre, de todo lo malo se aprende algo bueno y llegó el momento en el que me di cuenta de que todo lo que había pasado era por algo y lo vi claro. Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Y por no hablar de lo que he cambiado yo. Imagino que para que una persona se defina hace falta que aprenda y que tenga experiencias de todo tipo y justo eso me ha pasado a mí. Y a mis 18 años, puedo decir que me alegro, sinceramente, de todo lo ocurrido porque gracias a eso soy como soy, con mis virtudes y defectos, pero sin dejarme llevar por nadie.
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